Carlos Marzal (Valencia, 1961) cultiva una poesía meditativa y de intención moral, que se debate entre la lucidez del escepticismo y la obstinación del entusiasmo por la vida. Su lenguaje se caracteriza por el equilibrio entre emoción y densidad conceptual.

LAS BUENAS INTENCIONES

Como, mal que le pese, uno en el fondo es serio,
debe dejar escrita su opinión del oficio
(los muertos aplicados dejan su testamento

aunque a los vivos, luego, no les complazca oírlo).
Hablo con la certeza de que mis impresiones
serán para los tristes una fuente de alivio.

¿Me estará agradecida la juventud del orbe,
siempre desorientada y falta de modelos,
y me idolatrarán los investigadores?

Escribo, simplemente, por tratarse de un método
que me libra sin daño (sin demasiado daño)
de cuestiones que a veces entorpecen mi sueño.

Por tanto, los poemas han de ser necesarios
para quien los escribe, y que así lo parezcan
al paciente lector que acaba de comprarlos.

Se me ocurre, además, que trato de dar cuenta
de una vida moral, es decir, reflexiva,
mediante un personaje que vive en los poemas.

Esas ciertas cuestiones que he mencionado arriba
son las viejas verdades que a la vida dan forma,
y la forma en que urdimos nuestras viejas mentiras.

Ahora bien, reconozco que no sólo me importan
estas pocas razones. Escribo por capricho,
y por juego también, para matar las horas.

Porque puede que sea un destino escogido,
pero también, sin duda, para obtener favores
de algunas señoritas amigas de los libros.

Me es grata la figura del artista de Corte,
riguroso y mundano, descreído y profundo,
que trata por igual la muerte y los escotes.

Sobre qué es poesía nunca he estado seguro;
tal vez conocimiento, o comunicación,
o todo juntamente. Lo cierto es que el asunto

carece de importancia, no afecta al creador.
Doctores tiene ya nuestra Sagrada Iglesia
y en futuros Concilios harán salir el sol

para todos nosotros. Sin embargo, quisiera
que se tuviese en cuenta el hecho de que existe
poesía por vicio, porque es una manera

que tienen unos pocos de vivir su declive,
pero ignoro si hacerlo los convierte en más sabios
y si esa obstinación los vuelve más felices.

Aspiro a escribir bien y trato de ser claro.
Cuido el metro y la rima, pero no me esclavizan;
es fácil que la forma se convierta en obstáculo

para que nos entiendan. La mejor poesía
acierta con deslices, convierte lo imperfecto
en un arte y se olvida de los juicios puristas.

Aunque he escrito bebido, cuando escribo no bebo.
Trabajo siempre a mano, y no me enorgullece
no tener disciplina ni ser dueño de un método.

No suelo, me figuro, romper lo suficiente,
tal vez porque tampoco escribo demasiado,
al pasar media vida ocupado en perderme.

Del lector solicito como único regalo
que esboce alguna vez una media sonrisa:
tan sólo busco cómplices que sepan de qué hablo.

No reclamo, por tanto, privilegios de artista:
me limito a ordenar, quizá sin merecerlo,
asuntos que una voz ignorada me dicta.

De entre los infinitos poetas, yo prefiero
a aquéllos que construyen con la emoción su obra
y hacen del arte vida. De los demás descreo.

Y para terminar, confieso que esta moda
de componer poéticas resulta edificante.
Con ella se demuestra que son distintas cosas
lo que se quiere hacer y lo que al fin se hace.

El último de la fiesta, 1987.

CONSOLACIÓN DE LA LITERATURA

Por las aguas del cuerpo y de la mente,
la ciudad fluye hacia ninguna parte.
De vivir nos consuela sólo el arte,
que es estar con la gente, sin la gente.

La vida de frontera, 1991.

SI SÉ LO QUE ESCRIBIR, JAMÁS ESCRIBO

Si sé lo que escribir,
jamás escribo.
Si escribo es por saber lo que sabré,
aquello que aparece
al descubierto,
mientras uno lo escribe,
y se desnuda
sólo para nosotros,
y no aparece más en lo desnudo.

Si sé lo que decir,
no digo nada.
Igual que nada pienso,
si sé lo que pensar.
Si digo, es por asombro
de adónde me conduce estar diciéndome.

Si sé lo que sentir
¿para qué amarte?,
cuando lo tuyo propio es la sorpresa
de permitirme amarte en este tránsito.

Si supiera escribir,
no escribiría.
¿Para qué ser escriba de alguien mío
que impone que yo viva a su dictado?

Si escribo, es por probarle a mi ignorante
el ánimo interior de su ignorancia,
la fuerza capital que hay en la búsqueda.

Nunca saber,
y siempre estar diciendo.
Nunca escribir,
y estar siempre intentándolo.

Todo es incertidumbre,
y suspensivo.

Ánima mía, 2009.

OTRO CANTAR

Éste es otro cantar:
el que yo canto,
y no acaba de ser el canto mío.
Se dice en esta voz,
pero es un préstamo.
Por tanta intimidad,
ya no es de nadie.

Ni sé cantar, ni sé,
pero me basta
el desentono propio en que murmuro.
Si otro gallo cantara, ¿yo que haría?
¿Cómo iba a darle sed a esta agua muda?

Escucho mi canción, y la obedezco.
La canto a mi dolor, y así se espanta.
Qué bien me satisfago
con este no estar siempre en mis cabales.

Tiempo habrá de venir
de ser ninguno.
Vendrá un tiempo después
–no tengo duda–

de no poder decir la boca mía.

Ánima mía, 2009.

PROFESIONES DE FE

Procuro elaborar buenos augurios
para mi uso doméstico. Inocentes
ritos supersticiosos.
Esas páginas
que abro al azar contienen un oráculo
cifrado para mí en la última línea:
y yo lo leo siempre a mi favor.

Soy mi mejor profeta, el hechicero
que sabe traducir la realidad
a términos propicios.
En las llamas
de la estufa de Serra hay memorandos
con los que yo negocio mi futuro.

La profesión del escritor consiste
en descubrirle al mundo su aventura.

Conviene ser copioso en esperanzas.

Euforia, 2023.