El gaditano Felipe Benítez Reyes (1960), uno de los más destacados representantes de la poesía de la experiencia, ha tratado en versos clásicos y elegantes, moderadamente coloquiales, temas como la bohemia juvenil nocturna y el paso del tiempo. Sus últimos libros destacan por la riqueza de los símbolos y la gravedad reflexiva.
EL JOVEN ARTISTA
El día te sorprende corrigiendo unos versos.
Y en aquella metáfora en la que cifraste
toda una larga historia de amor adolescente
el lector desganado no verá
sino un alarde técnico, una desangelada brillantez
propia del que comienza y necesita
demostrar su pericia y sus lecturas.
Has pasado la noche corrigiendo poemas
y la imaginación a ratos se dejaba llevar
por el ensueño grato de tus libros futuros,
páginas que constituirán más que nada tu vida
porque su perfección habrá de ser más rara que la misma
rareza de vivir (y de los hombres queda
apenas la leyenda que ellos mismos
asumen como propia).
Toda la noche a solas con tus versos,
fumando demasiado, buscando apoyo a veces
en los viejos maestros –ese tono de voz, inconfundible,
de la gran poesía, que habla siempre en voz baja…
Ahora estás ya cansado y la luz inconsciente
del amanecer filtra sus láminas de plata
por las cortinas de tu biblioteca.
El esfuerzo ¿fue en vano? Eso nunca se sabe.
Tú no buscas
sino la aprobación cortés de los pocos amigos
que verán en tus versos algo de tu carácter:
un indicio de miedo, una brasa de amor
aún del todo no extinta.
Tú no buscas
sino la ambigua sensación –tan irreal a veces–
de encontrarte a ti mismo a través de unos versos
que corriges y afinas con afán enfermizo,
buscando perfección y la verdad a medias
de tu existencia propia, destinada a afirmarse
en las noches a solas con tu arte
en las noches a solas
con los cuerpos que amaste y que tal vez te amaron.
Los vanos mundos, 1984.
MISERIA DE LA POESÍA
La lenta concepción de una metáfora
o bien ese temblor que a veces queda
después de haber escrito algunos versos
¿justifica una vida? Sé que no.
Pero tampoco ignoro que, aun no siendo
cifra de una existencia, esas palabras
dirán que quien dispuso su armonía
supo ordenar un mundo. ¿Y eso basta?
Los años van pasando y sé que no.
Hay algo de grandeza en esta lucha
y en cierto modo tengo
la difusa certeza de que existe
un verso que contiene ese secreto
trivial y abominable de la rosa:
la hermosura es el rostro de la muerte.
Si encontrase ese verso, ¿bastaría?
Tal vez no. Su verdad, ¿sería tanta
como para crear un mundo, para darle
color nuevo a la noche y a la luna
un anillo de fuego, y unos ojos
y un alma a Galatea, y unos mares
de nieve a los desiertos? Sé que no.
Los vanos mundos, 1984.
LA POESÍA
Tuvo fulgor de joya, y estaba bien tratarla
con el rigor que exige su rango de abstracción.
Era un cuerpo de niebla, y era oscura.
Al ritmo que marcaba ordené yo mi vida.
A sus pies puse entonces lo mejor que tenía
la edad adolescente: esa ingenua manera
de ser artificiosa. Y a su reino de humo
me llevó de la mano.
Eran vanos los mundos que ofrecía, y ya sé
que, tasada la joya, su valor no es tan alto.
Lo que aún pueda darme, ¿será sólo ceniza,
y algo de aburrimiento?
Era hermosa en la noche
y quiero recordar –con bastante nostalgia–
la imagen de esos años en que amaba
su belleza en exceso melancólica.
Pruebas de autor, 1989.
EL OFICIO
Una voz que procura
detener todo esto que va huyendo.
Pero el tiempo veloz
pisotea en su huida las palabras.
Arrogante y temblando.
Igual
que el mendigo educado vende flores
por los bares nocturnos,
la memoria te ofrece una metáfora
de flor acuchillada.
Porque nada detiene
todo esto que huye,
que va huyendo
hacia su exacta destrucción de rosa fría.
El equipaje abierto, 1996.
POÉTICA
Desde que escribo la palabra infinitud,
en este instante
(y designo con ella en mi memoria
todo cuanto no cesa ni se extingue,
como el mar infecundo o como el fuego,
como el hondo venero sin final ni principio
de todas nuestras vidas, misteriosas y breves;
como todos los versos que han sonado
–a lo largo de siglos minuciosos–
en el leve diapasón de nuestro espíritu
igual que el aleteo de un millar
de agonizantes mariposas),
desde que escribí la palabra infinitud,
hace un instante, hasta que escribo
estas otras palabras, le he robado ya al tiempo
una porción de irrealidad
infinita como un desierto de arenas de oro frío
que volasen por el cielo de plata
en los días de viento poderoso,
igual que por el aire va la música abriendo
su gran rosa sonora y sin sentido.
Escaparate de venenos, 1999.