La poesía de Giovanni Quessep (Colombia, 1939) está marcada por la celebración del mundo y la lucha dolorosa e inútil contra el tiempo que nos lo arrebata. Quessep recrea, con un lenguaje decantado, los arquetipos y símbolos de muy diversas tradiciones literarias.

PRELUDIO DE LA MUERTE

¿Aun si la poesía no es un engaño
del telar que se mueve ante tus ojos,
dónde hallarás la salvación
y quién o qué podrá salvarte? En nada crees.

Como quien va a morir
esperas en la puerta de tu casa:
Duro oficio esperar lo que se ignora,
buscando, entre las ruinas, una mágica sombra.

Muerte de Merlín, 1985.


MITO Y POESÍA

«El poeta no teme a la nada». Sabe la lengua del coloquio de los pájaros, que aprendió Adán en el paraíso terrenal. Y sabe, también, que la poesía es una danza, y que hay un arte de pájaros en su asombro y en su vuelo. Los ojos del poeta están tejidos de un cristal mágico; en su pasión tienen la esfericidad de los cielos y de su música extremada. A medida que se distancian de lo real, hallan la verdad de la poesía, o duración de las fábulas, que es el alma. El poeta, que no lo ignora, pone en juego su ser; pero, si quiere perseverar en éste, debe entregarse a la única ley que rige la creación poética: la palpitación del abismo. Y el abismo es el centro del universo: están en él las constelaciones, pero también la rosa, «espejo del tiempo», semejante a la luna en la metáfora del místico persa. Belleza o abismo, palabra y música: encantamiento total, orden del espíritu que descubre la ciencia del amor y abre las puertas de lo desconocido.

El poeta va por su castillo interior, donde se unen los cuatro puntos cardinales de lo ilusorio y lo real. A ellos corresponden, en la escala de la imaginación, el aire y la luna, la llama y los espejos; y en la del sentimiento el dolor, el vacío, la soledad y la melancolía. Con ellos hace el poeta su mítico tapiz, en el que puede ver todo lo que no puede verse, y oye el cántico de lo que únicamente puede oírse en el rumor del hilo sagrado: las voces de lo invisible, que convirtieron a Sherazada en un libro de hojas color de vino; el palacio de cristal donde Merlín encantó a Dulcinea, y el huerto donde Eva inventó una manzana para curar ansias de amor y nostalgias de enamorado, como en Las mil y una noches; el escudo de plata que dejó ciego a Homero; el árbol del fin del mundo que le dijo a Alejandro que no volvería a ver las calles ni las muchachas de Grecia; la ciudad celeste de torres de lapislázuli que prefiguran el cielo estrellado en la mitología de los babilonios; la desgarrada túnica de jeroglíficos y pájaros del adolescente adorador de la luna: cosas que, en feliz expresión de Salustiano, «no ocurrieron jamás, pero son siempre».

«El poeta no teme a la nada.» Sabe de la existencia de lo que nunca ha sido dicho, de lo que aún no tiene nombre en los ideogramas de la escritura divina: cree en la palabra, pero también en el silencio, en lo callado, en lo oculto, en lo que podría hacerse fantasma a la luz de la vigilia o abrasadora presencia en la penumbra del sueño, bajo la luna, reloj de pitagórica cadencia. El poeta nada tiene, y entre asombros y vuelos y peligros interiores escribe su carta imaginaria y halla lo diverso y lo único y se halla a sí mismo en la brasa que ilumina la noche oscura de la poesía.

Carta imaginaria, 1998.

DIAMANTE

Si pudiera yo darte
la luz que no se ve
en un azul profundo
de peces. Si pudiera
darte una manzana
sin el edén perdido,
un girasol sin pétalos
ni brújula de luz
que se elevara, ebrio,
al cielo de la tarde;
y esta página en blanco
que pudieras leer
como se lee el más claro
jeroglífico. Si
pudiera darte, como
se canta en bellos versos,
unas «alas sin pájaro»,
siempre «un vuelo sin alas»,
mi escritura sería,
quizá como el diamante,
piedra de luz sin llama,
paraíso perpetuo.

Brasa lunar, 2004