Interior con balcón, de Carmelo González

El cubano Virgilio Piñera (1912-1979), dramaturgo, narrador y poeta vinculado en sus inicios literarios a la revista Orígenes, es autor de versos de lenguaje barroco y desgarrado. El debate entre vida y literatura es uno de los ejes temáticos de su poesía.

POEMA PARA LA POESÍA

Avanza el mar y quiere el blondo pez ensimismarse lentamente,
ensimismarse sin la menor espuma en medio de estos peces agrupados
junto a una estatua combatida ferozmente por la única ola
que viene de noche a morder su rostro impasible.
No, yo no quiero entrar por esa puerta:
pequeñas conchas y fúnebres caballos haciendo la vida,
sin la menor ondulación, sin el menor simulacro de mascarada,
todo claramente como si un sueño fuera a producirse.

Así vamos en la deteriorada vértebra a salir al mar,
notablemente arrugado sin mi amoroso deseo,
sin los castillos donde lame un perro.
Estos animales venían de muy lejos,
sin traer en sus patas el postrer deseo de las damas.
Entra el cartero y me entrega la carta recibida en el sueño,
esas tarjetas con la pálida Rosamunda parada sobre sus senos.
Imposible pensar la vida a través de una lluvia matemática.

Leves pisadas en el fango espeso de la copa del gigante.
No me detengo, no me asombro,
la sorpresa llega en el vientre de un pez.
Tu paz y las desesperadas llamadas del amor,
violar las túnicas dejando el cuerpo intacto.
Dioses, dioses, palabras siempre yacentes
para que nadie interrumpa su alta majestad.
Estoy impulsando este poema y esto puede matarme.

Perro, ven perro, perro sin un ladrido, desoladamente canino.
Qué flores arrojar o qué gavetas.
Todo va a comenzar. Tengo una cáscara.

Los pergaminos, los rollos y las indefinibles técnicas del hombre,
como si envolver, plegar fuera el objeto de esa garra.
No salen por la ventana las llamas y el humo no indica
que el Papa se llamará Impiedad.

Las mujeres avanzan con un pie en la boca,
mi caracol resonador revienta la cabeza de la comedianta.
Todo el mundo ha olvidado su papel:
¡Qué alegría no representar esta noche!
El público protesta y comienza el coito de las sirenas.

Este seno… qué indescriptible viaje me ha contado,
era algo así como si un caballo y la creación poética se reuniesen en un jardín.
¡Oh qué furia!, yerbas pisoteadas, y la mejor flor interrumpiendo su perfume.

¡Qué furia, qué dolor! Estas espumas y el punzante recuerdo
de aquellos pies cercenados en lo mejor de la danza.
Un viaje indescriptible de la soledad de los danzantes,
con la soledad y la melodía extraviada de una orquesta.
Puedo perecer y encontrar un amigo.

Esta cabeza, sus llamas, sus cabellos empapados de melancolía,
las primeras venas y el hueso donde llamo para distraerme.
El pantano del espíritu…
No, yo no quiero, no quiero.

¡Oh, perro mío, orina más y más con tu pata levantada!
El frío mortal de estos países cálidos:
usted llama, nadie responde,
las bocas apretadas, la sangre en la planta de los pies
y el corazón como un antiguo salón abandonado.
Necesito el amor, las toallas, los monumentos.
Vanas lamentaciones. Un pulpo suelta su tinta y se pone a llorar.
No, yo no quiero entrar,
y el mundo me basta.
¿Para qué todo ese vano aparato? ¿Para qué ese juez?
No, yo no quiero entrar,
tejo las últimas guirnaldas y tiendo la vista al horizonte.
¿Y si de pronto me quedo muerto en medio de la calle?
¿Y si de pronto comprendo el amor?
¿Y si súbitamente me dibujo?
¡Oh, no, qué hiriente melodía, qué ladrido!
¿Concretamente puedo enumerarme?

Pero de súbito me quedo sin los símbolos:
sabe usted, un mundo enteramente inerte:
me presentan un cuadro. Nada.
Me entregan a la música. Nada.
Me leen un poema. Nada.
¿Quién irá a perecer?

¡Oh, piedras, muchas piedras, rocas, cubridme!
Un dedo en el agua puede comunicar el frío a todo el cuerpo.
Sería inútil saber que Filemón y Baucis…
Inútilmente llegas a decirme que Leonardo…
No –te digo–, y casi me sonrío.
¡Qué miseria!: pájaro, oiseau, bird, uccello…
Es para golpearse la cabeza,
es para no existir.
Babel, Babel, Babel, pero nadie responde.

El viento acompaña esta amarga costumbre que es hablar,
su médula corriendo enloquecida por las cámaras de la flauta
como si la última palabra fuera a ser pronunciada
o como si el gato frente a mí dijera:
«Hoy hará un hermoso día…».
Usted se inclina, yo me inclino, no hablamos media palabra,
usted me clava un puñal, yo robo un reloj de oro.
No, no hay juez,
el pelotón de fusilamiento ofrece al reo una merienda.
El mundo como hechos sin calificativos.
¿Y aquella frase?
«Un corcho en medio de las hirvientes aguas»…
No queda una sola fotografía del Partenón ni tampoco del Vaticano,
nada queda sino el Amor.
¡Oh, perro, perro mío, aúlla,
ofréceme un poema de aullidos, concédeme esta gracia extrema,
tú mismo lo leerás,
mientras yo quemo los demás poemas!

1944. La vida entera, 1968.