
El granadino Luis Rosales (1910-1992), destacado miembro de la generación del 36, reivindica la intimidad como núcleo de irradiación del poema. El versículo largo y fluido, de poderosa inventiva verbal, le sirve para encauzar una densa materia lírica: recuerdos personales, episodios narrativos, digresiones vitales, consideraciones históricas…
SOBRE EL OFICIO DE ESCRIBIR
Estoy en mi despacho
y al mirar la ventana el cristal disciplina mis ojos;
un cristal es igual que un amor,
cuando miras tras él todo se hace misterio.
Detrás de la ventana está la sierra,
es el marco del cuadro,
y en su jurisdicción
las distancias establecen sus límites, pero el límite está en ti mismo,
pues lo interior y lo exterior son solamente aspectos de una misma frontera.
Aunque este pensamiento no es muy original quisiera registrarlo:
el paisaje lo han hecho las distancias.
Al través del cristal contemplo La Peñota
–sus pinos pusilánimes y salteados,
su desamparo vegetal–
y aquí,
junto a la linde de la casa,
las hojas de los robles son pestañas en torno a un ojo que no ves,
su vaivén me distrae y hace imposible el pueblo
con sus tejados gateando durante todo el día para quedarse en paz cuando
[llega la noche.
Hay una ordenación en la cual las distancias más que alejar, sitúan,
pero en fin lo que importa es llegar,
llegar a no sé dónde,
pero las hojas son tan frágiles que no se sabe cómo llegaron hasta el árbol;
viven en su alumnado y el viento que las mueve las alegra,
me recuerdan mi infancia,
aquellos ojos claros que tenían alumbrado de gas y me miraban arropándome.
El tiempo es como un foso;
detrás del tiempo están;
me gustaría saber en dónde alumbran.
Sobre el pretil de la ventana hay siempre un muerto bueno;
salta a la comba con el aire,
pero tú no te puedes morir,
amiga mía,
no te puedes morir porque ya estamos siendo un mismo luto,
y estoy en mi despacho aprendiendo a escribir,
es lo de siempre,
para que no se desvanezca todo necesito escribirlo,
y aprender a vivir en la nueva frontera.



